EL FIN DE LA MAGIA
El viejo, cansado rey, observa desde su atalaya oculta, sobre la puerta a su reino de piedra y oscuras salas, la bruma que separa los dos mundos. Antes, mucho, mucho antes, no existió separación entre ambos. El reino de la magia se encontraba intrincado, como la trama y la urdimbre de un único tapiz, con el mundo de la realidad, o lo que para el hombre era ahora su realidad.
Antiguamente, la magia formaba parte de la vida del ser humano: desde los dioses todopoderosos de la naturaleza a los pequeños elfos y las diminutas hadas; los ritos celebrados en antiguos bosques, a la luz de la luna y las estrellas; los cánticos entonados al sol naciente o a las llamas de una hoguera, una dulce noche de primavera; la magia y el mundo mágico rodeaban al hombre y este formaba parte del todo.
Más tarde, en algún momento, el hombre se inventó sus propios dioses, ignoró y a fuerza de ignorar, acabó olvidando a las criaturas mágicas, expulsándolas de esa nueva realidad que iba forjando. Taló sagrados bosques y sustituyó la magia por la tecnología. Ya no necesitaba nada que no fuera de factura humana.
Solamente los niños en sus benditas e inocentes sabidurías, y algún adulto que no dejó de ser niño y escribía sobre la fantasía, conseguían, a duras penas, que la bruma no fuese ya un muro impenetrable.
En estas cosas pensaba el viejo rey enano, Guardián de la magia y Centinela del reino, mientras observaba la bruma y a través de ella percibía el reino del hombre, con sus ciudades enormes, sus flujos eléctricos y de datos, sus vehículos mecánicos y todo mancillado por el pestilente petróleo que lo hacía funcionar; con el cielo ennegrecido por los vómitos de las factorías; sin pájaros ni nubes, sin sol ni luna, sin estrellas.
Dando media vuelta, con los hombros hundidos por el pesar, el viejo rey dio la espalda a la bruma, cada vez más espesa y decidió cerrar la montaña, esperando que, quizás algún día, alguien supiera llamar a sus puertas; porque la humanidad, sin la magia, está condenada a apagarse, como la llama del candil, sin el aceite que la sustenta.
El viejo, cansado rey, observa desde su atalaya oculta, sobre la puerta a su reino de piedra y oscuras salas, la bruma que separa los dos mundos. Antes, mucho, mucho antes, no existió separación entre ambos. El reino de la magia se encontraba intrincado, como la trama y la urdimbre de un único tapiz, con el mundo de la realidad, o lo que para el hombre era ahora su realidad.
Antiguamente, la magia formaba parte de la vida del ser humano: desde los dioses todopoderosos de la naturaleza a los pequeños elfos y las diminutas hadas; los ritos celebrados en antiguos bosques, a la luz de la luna y las estrellas; los cánticos entonados al sol naciente o a las llamas de una hoguera, una dulce noche de primavera; la magia y el mundo mágico rodeaban al hombre y este formaba parte del todo.
Más tarde, en algún momento, el hombre se inventó sus propios dioses, ignoró y a fuerza de ignorar, acabó olvidando a las criaturas mágicas, expulsándolas de esa nueva realidad que iba forjando. Taló sagrados bosques y sustituyó la magia por la tecnología. Ya no necesitaba nada que no fuera de factura humana.
Solamente los niños en sus benditas e inocentes sabidurías, y algún adulto que no dejó de ser niño y escribía sobre la fantasía, conseguían, a duras penas, que la bruma no fuese ya un muro impenetrable.
En estas cosas pensaba el viejo rey enano, Guardián de la magia y Centinela del reino, mientras observaba la bruma y a través de ella percibía el reino del hombre, con sus ciudades enormes, sus flujos eléctricos y de datos, sus vehículos mecánicos y todo mancillado por el pestilente petróleo que lo hacía funcionar; con el cielo ennegrecido por los vómitos de las factorías; sin pájaros ni nubes, sin sol ni luna, sin estrellas.
Dando media vuelta, con los hombros hundidos por el pesar, el viejo rey dio la espalda a la bruma, cada vez más espesa y decidió cerrar la montaña, esperando que, quizás algún día, alguien supiera llamar a sus puertas; porque la humanidad, sin la magia, está condenada a apagarse, como la llama del candil, sin el aceite que la sustenta.
Pedro.