miércoles, 30 de diciembre de 2015

VUELTA AL HOGAR



Soy un pez, siempre lo he sido y siempre lo seré. Un pez de colores, de muchos colores, nadando entre corales y esponjas. Flotando en las corrientes que me surten de alimento. Inmerso en un hermoso mundo azul...              Esto pensaba Luís, mientras tecleaba mecánicamente en su ordenador,  listas y listas de cifras, una detrás de otra durante más de ocho horas al día, aunque el maldito empresario que le tenía exclavizado apenas le pagaba seis; había que pagar las facturas.
 No entendía como siendo    él un pez, podía estar en esta situación, superaba su capacidad de discernimiento. Pero esto iba a cambiar, pensó y una sonrisa se adueñó de sus facciones normalmente adusta. Con la nómina de este mes conseguiría el dinero suficiente para comprar un billete de avión a Madeira,  le habían dicho que era un sitio precioso, tanto en la superficie como debajo del agua, estuvo investigando en la web y se decidió por la Isla de las Flores.
Dos meses después, una pequeña reseña en portugués, en un periódico local daba la escueta noticia: se habían encontrado el cadáver de un hombre desnudo, pintado de colores y con una sonrisa plasmada en su rostro, flotando cerca del puerto deportivo.
En ordenador de Luís en la oficina, un salvapantallas advertía: "volví a casa, no me esperéis. :) "

lunes, 28 de diciembre de 2015

ANDO BUSCANDOTE

Ando buscándote...

En soleadas mañanas
de domingos brillantes.
En aroma a lavanda
entre la ropa blanca.

Ando buscándote...

En colores vibrantes
de lápices fragantes.
En gotas de lluvia
corriendo por cristales.

Ando buscándote...

En mis queridos hijos
y sus límpidas risas.
En una sencilla flor,
perfecta en su sencillez.

Ando buscándote,
mi esquiva niñez.




sábado, 26 de diciembre de 2015

LA SANGRE MALDITA

     Jarevallom tenía la vista clavada allí abajo, inclinado sobre el alfeizar de la ventana más alta de su torre de hechicero, los dedos engarfiados a la piedra del alfeizar y el horror rezumando de su mirada. Allí abajo, a cuarenta metros, estaba el cuerpo desnudo, ensangrentado y roto de su amada Tricia.            Ella era la hija del señor de la ciudad, el archiduque Daandelion, tesorero del Imperio y Custodio del Sello del Pacto. Una muchacha muy hermosa de ojos azul cobalto y una espesa y larga melena negra. Jarevallom la conocía desde niña, y fue testigo de cómo su belleza se acrecentaba con el paso de los años. Su carácter bondadoso y dulce, encendió el frio corazón a ese duro saco de piedras que era el Maestro en magia de la corte.
     Aquella mañana el anciano se levantó antes de que saliera el sol, aún le quedaban bastantes flecos que rematar antes de que pudiera poner en práctica su plan y huyera para siempre con Tricia, su dulce Tricia. Aunque ella no supiera de estos planes, esto era una minucia, que no sería problema, en cuanto ella se diera cuenta de que también lo amaba, o al menos, de eso estaba convencido Jarevallom.
     Dangelo Rep esperaba, impaciente, a su mentor en la salida de la ciudad, cuando aún los guardias no habían abierto sus puertas. Era un joven hechicero, apuesto y bien parecido, al que le habían tocado las prácticas finales de su aprendizaje en la corte del conde. No se llevaba bien con el anciano maestro, Dangelo pensaba que era demasiado altanero (y él un gallo, con las plumas recién brotadas). Tenían una relación correcta aunque tirante, y después de la jornada de trabajo, cada uno iba por su cuenta. Para el joven, Jarevallom, más bien su muerte, podría suponer la oportunidad de quedarse como hechicero residente en el castillo de Daandelion y además estaba Tricia… ¡Madre Magia, como le excitaba esa mujer!
     Desde el primer momento, en que puso sus ojos en ella, el deseo le invadió como nunca antes le había ocurrido. Al principio se sintió sumamente avergonzado por esa reacción tan primaria en un hombre que, dada su profesión, debería de tener total control sobre su mente, pero Tricia era su némesis, en su presencia no podía pensar en otra cosa más que en poseerla de una manera animal y salvaje, que poco tenía que ver con el amor. Dangelo sabía que estos sentimientos no eran correctos, pero poco podía hacer para atenuarlos, excepto procurar no coincidir con el objeto de su oscuro deseo.
     Tricia por su parte, que se había percatado del efecto evidente que causaba en el apuesto y joven hechicero, sentía un escalofrío que recorría su espalda y acababa con un calor abrasador en su bajo vientre cada vez que le pillaba, observándola fijamente con esa mirada suya, era sumamente turbador, pero la joven también sentía temor; las alarmas de su instinto saltaban cada vez que le veía, y en ella surgía la controversia de abalanzarse a él o salir corriendo.
     La mañana de su muerte, Tricia salió de palacio, acompañada por una doncella y escoltada por un guardia, para realizar su habitual visita a la pequeña capilla que se alzaba en el bosquecillo que crecía a medio camino entre el castillo y el pueblo.
     Dangelo se encontraba cerca de la ermita también, pero nada tenía que ver con los rezos, sabía que Tricia se acercaba todas las mañanas en las que lucía el sol para recogerse unos minutos y el joven no pudo desperdiciar la ocasión de verla; de manera que con la excusa de buscar unas hierbas y bayas que necesitaba para sus pociones, se separó del viejo hechicero que iba a la villa para comprar unos pertrechos que necesitaba. Le dijo que más tarde se encontrarían en el castillo y Javarellom, que no quería tener ningún testigo de sus preparativos para la huida con la hermosa Tricia, presto aceptó a que se separaran. En cuanto lo perdió de vista el viejo se dio media vuelta y desanduvo sus pasos hasta sus aposentos.
     El joven hechicero entró en la ermita y se apostó tras una de las gruesas vigas de roble que sustentaban la techumbre del edificio. No tuvo que esperar demasiado, la puerta de de la ermita se abrió, entró la joven y cerró, asegurando la puerta con una estaca que la atrancaba. Ahora nadie desde fuera podría entrar a no ser que echara la puerta abajo. Dangelo se sorprendió con esta acción de Tricia, pero su visión le dejo la garganta seca y el pensamiento sin otra cosa más que su imagen ocupándolo enteramente. Ella vestía con un vestido ligero y escotado pues la estación estival este año era inusualmente calurosa y obligaba a un vestir liviano para evitar exceso de calor, aunque esto no impedía que su piel ligeramente humedecida, refulgiera suavemente; en Dangelo tenía un efecto devastador, a duras penas no se abalanzó sobre ella.
     Traía en la mano una bolsa de terciopelo rojo oscuro, en la que Dangelo suponía que llevaría el libro de oraciones y algún refrigerio. Tricia se acercó a la piedra desnuda que hacía de altar y depositó la bolsa sobre ella, la abrió y efectivamente sacó un pequeño grimorio que dejó a un lado, un paquete de lo que podría ser algo comestible, un tarro mediano de cristal opaco y negro que brillaba con la luz de las velas y un suave paño de algodón.
     Una vez dispuestas las cosas en el altar, Tricia, lentamente se desataba los cordeles que le ajustan el vestido al pecho y deja que se deslice hasta el suelo. La visión de sus pezones erectos casi consiguen que Dangelo pierda el conocimiento con el corazón palpitándole casi tanto como la entrepierna. La hermosa joven alzó los brazos y se recogió la melena azabache detrás de la cabeza en una coleta baja que dejaba al descubierto sus hombros y su cuello de gacela. El joven hechicero, en una lucha titánica entre su moral y su deseo, decidió que tenía que marcharse de la ermita inmediatamente, eso, o su alma inmortal acabaría en el más ardiente de los infiernos. En ese momento Tricia se agachó, doblando la cintura para recoger el vestido que yacía a sus pies. Toda la moral, miedo a los infiernos y contención del joven se esfumaron en una llamarada de deseo tal, que salió de su escondite y con su voz convertida en un profundo gruñido atávico pronunció el nombre de ella…Tricia.
     Cirte solo tenía doce años, pero ya tenía una cosa muy clara, sabía sin ningún género de dudas que amaba a Dangelo, para ella el joven hechicero, guapo, alto, y casi un maestro en la magia, era todo lo que su jovencísimo corazón podría desear, y más siendo ella una simple doncella, a la que el condicionamiento social, la reservaba un futuro marido que, como mucho, sería soldado o comerciante, fuera de los círculos de la nobleza a los que anhelaba pertenecer. Estaba en el bosque acompañando a Lady Tricia, una de sus labores de doncella y ciertamente de las menos desagradables; tomaba el aire paseaba por el bosque, o charlaba con el guardia que las acompañaba en las salidas. Cirte imaginaba que la joven dama rezaría en la capilla, porque tras un par de horas salía en silencio y sin mediar ni una palabra, montaba en su palafrén y volvían tranquilamente a palacio.
     Pero en aquella ocasión, tal vez porque se aburría especialmente o por que los hados burlones lo habían decidido así, se acercó al muro de la capilla y contempló con sus ojos lo que jamás quisiera haber contemplado: su señora Tricia y su querido Dangelo desnudos, fornicando sobre el altar, poseídos por los demonios de la lujuria, sudorosos y ajenos a todo lo que a su alrededor sucediera.
     Y entonces ocurrió, Cirte se quedó paralizada, rígida como un trozo de piedra, con los ojos desmesuradamente abiertos y un espantoso chillido atravesado en su garganta. Tricia, con las orbitas oculares totalmente en blanco, comenzó a convulsionarse bajo las arremetidas del joven hechicero, el cual, perdido en su propio desenfreno y con los párpados fuertemente cerrados, no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
     Tricia comenzó a cambiar de forma, las manos y los pies se transformaron en garras, su rostro, tan hermoso, se desfiguró en una grotesca máscara reptiliana con una boca repleta de afilados dientes, del final de su espalda, surgió una cola acabada en una cruel hoja y de sus hombros, dos alas negras de murciélago. Toda su piel, antes blanca y suave se convirtió en una coraza de escamas negras como la obsidiana. Cirte no podía comprender como Dangelo no se daba cuenta del cambio, pero debía estar bajo el poder de un hechizo sexual, porque no paró ni siquiera cuando la monstruosidad a la que estaba haciendo el amor le clavó las garras en la espalda, y con un gruñido profundo ensartó al pobre hombre con su afilada cola y le arrancó la cabeza de un solo mordisco. En ese momento y con la visión de la sangre del hechicero salpicándolo todo, Cirte se desmayó y cayó al suelo desmadejada como si la hubiera golpeado un rayo.
     Al despertar, con su mente totalmente ofuscada, vagó por los bosques, subsistiendo a duras penas durante meses, sin que nadie la echara de menos en palacio, al fin y al cabo, ella tan solo era una de las cientos de doncellas que trabajaban allí y si alguien en algún momento notó su desaparición, acabó pensando que, seguramente, se habría fugado con algún feriante o charlatán de los que pasaban sin cesar por la ciudad. Cirte aguantó hasta la llegada del invierno, cuando el mortal frío la encontró acurrucada en un árbol hueco, con la ropa hecha jirones, y el ángel negro se la llevó a un lugar donde su torturada mente hallaría, finalmente, descanso.
     Cuando el monstruo en que se había convertido la dulce y hermosa Tricia devoró al desgraciado joven, salió por la puerta de la ermita, partiéndola en mil pedazos y alzando el vuelo se dirigió rauda hacia la ciudad. Lo único que el guardia pudo ver fue una mancha oscura antes de que toda su atención fuera absorbida por la macabra escena en el interior del pequeño templo.
     Tricia o en lo que se había convertido, llegó a la torre de hechicería, se metió veloz por la ventana más alta de la más alto edificio de la ciudad, nadie se había percatado de su paso, a esa hora de la tarde, con el sol cayendo a plomo sobre la tierra, la gente no se dedicaba a mirar al cielo, más bien se escondían de él en lugares frescos y umbríos.
     Al entrar en aquella sala pequeña, en penumbra, el monstruo se dejó caer sobre el fresco empedrado del suelo y comenzó a transformarse de nuevo. La cola y las alas desaparecieron en su espalda, el rostro se contrajo hasta volver a ser humano, al igual que su piel y sus manos que, si bien, otra vez eran suaves, no eran del color blanco habitual en ellas. La joven estaba embadurnada por todos los lados de sangre, ya seca; de tal manera que parecía que se hubiera bañado en ella. Tricia se miraba las manos tintadas y notaba en la boca el sabor de la sangre; no tenía la más remota idea de lo que había ocurrido, no recordaba nada, excepto la pasión ardiente y subyugante que la había poseído, al volverse y descubrir a Dángelo mirándola de aquella manera, pronunciando su nombre en un sordo gruñido y abalanzándose sobre ella, el propio deseo imperioso de sus entrañas y el calor, el enorme calor, del que pensó, en un último pensamiento consciente, que la iba a devorar. Después de eso, una niebla densa negra y roja engullía su mente, hasta el momento de encontrarse desnuda y ensangrentada en aquella estancia de la torre del hechicero, a la que no sabía cómo podría haber llegado.
      Miró a su alrededor; una cama sencilla, un armario grande de madera, una mesa, una silla y cualquier superficie libre de las paredes repletas de estanterías, rebosantes de libros, redomas, frascos y otras cosas de las que ni siquiera podía empezar a imaginar lo que podrían ser, componían un caótico cuadro que se completaba por la cantidad de papeles, pergaminos y libros que ocupaban mucha de la superficie del suelo de piedra Se levantó del duro y frío suelo y comenzó a buscar algo con lo que tapar su cuerpo desnudo.
     En ese preciso momento la puerta de la habitación se abrió de golpe y entró Jarevallom con prisas. Traía en las manos una bolsa que cayó al suelo y esparció su contenido de panecillos, fruta y alguna pieza pequeña de queso y embutido, cuando vio a Tricia allí erguida, desnuda, ensangrentada y con una mueca de horror pintada en su hermoso rostro.
     — ¡Por todos los dioses del averno, criatura! ¿Qué te ha ocurrido?—, preguntó el hechicero dando un paso hacia ella. Tricia se alejó del anciano, tapándose con las manos su piel desnuda y acurrucándose comenzó a llorar desconsoladamente.
     — ¡No lo sé, maestro!, estaba en la ermita del bosque, y de repente me encuentro aquí, no sé cómo he llegado a la torre, ni de dónde ha salido toda esta sangre—, contestó entre sollozos la joven.  
     — ¿Y qué hacías en la ermita? ¿En esa ermita?—, una sombra de pánico atroz cruzó por el semblante del anciano, mientras su memoria rescataba de las profundidades de su mente prodigiosa, cierta antiquísima profecía.
     —Fui, como suelo ir cada luna nueva, a realizar los ritos mi diosa. Voy desde que soy mujer y nunca me ocurrió nada extraño. Siempre estaba sola, con mis abluciones para purificar mi cuerpo y alma… pero esta vez…—, susurró con un hilo de voz que apenas podía oírse, aunque no lo suficientemente bajo para que no lo oyera Jarevallom, cuyos oídos estaban potenciados por la magia.      — ¿Qué ocurrió esta vez, Tricia? ¡Por la Madre misericordiosa!, ¿qué ocurrió? Dime que no estabas acompañada, que estabas sola. Rogó el anciano desmoronándose sobre una silla. En su fuero interno ya sabía la respuesta, puesto que la profecía resaltaba dentro de su cabeza como grabada con fuego ardiente:

     Cuando en el templo negro, la luna oscura halle 
     A virgen doncella, marcada por sangre maldita 
     Que en su ardiente ansia, a varón consienta 
     La hermosa doncella, de blanca flor a espina negra 
     Tornará sin alma, ni benevolencia  
     Y la oscura bestia, volverá a la vida 
     Y la vida arrasará, con ansia asesina. 
   
     “Estamos condenados, la maldición de los Drakensang se ha desatado de nuevo”, pensó el hechicero. “Pero, ¿cómo es posible? La última vez yo ni siquiera había nacido y cargo con más de trescientos inviernos a mis espaldas, y ya era un cuento de viejas para asustar a los niños en las noches oscuras”, caviló Jarevallom. Se levanto presto y se acercó a una de las estanterías repletas de tomos, fue repasando los títulos de cada libro hasta que se paró en uno, no demasiado grueso, con aspecto de haber envejecido de muy mala manera, y tal y como lo cogió el viejo, que podría estallar en llamas en cualquier momento. Se volvió con el libro hacia Tricia que seguía acurrucada y no dejaba de sollozar.
     — ¡Mira, mi preciosa niña!, en este libro encontraremos las repuestas a lo ocurrido, y quieran los dioses que me equivoque—, dijo con voz dulce, todo lo dulce que pudo.
     Tricia alzó la cabeza y vio que el libro que sostenía, estaba encuadernado en alguna especie de piel negra cuarteada, y que en la portada tenía grabado en plata la silueta de un dragón con las alas extendidas. Nunca supo porqué, pero sintió una aversión visceral a aquel antiguo libro, se alejó de su influencia todo lo que pudo, reculando por el suelo hasta que su espalda desnuda topó con la pared de piedra.
     Aquella reacción de la muchacha terminó por confirmar las más horrorosas sospechas de Jarevallom. Por las venas de Tricia corría sangre maldita, no tenía salvación una vez desatada la maldición. Si tan sólo se hubiera dado cuenta antes, pero su amor por ella le hizo descuidado con su misión de prever y proteger a la familia de males mágicos y ahora todo se había malogrado; porque bien sabía él que lo único que podría liberar de ese horror a su preciosa y dulce Tricia era la muerte, y había que hacerlo ya, antes de que la bestia concentrara su poder, volviera a hacerse con el control y desatara la devastación y el caos por todo el reino. El anciano, con lágrimas cayéndole por la cara y perdiéndose en su barba se acercó paso a paso a la joven que con los ojos abiertos de par en par y una mirada de terror se levanto del suelo muy despacio.
     —No te acerques a mí, viejo asqueroso—, la voz salió de la boca de la joven, pero no era su voz y los ojos que se clavaban en los del hechicero tampoco eran los azules de su amada, estos ojos eran rojos sangre, con una rendija vertical de color verde ponzoña, que se abría a unos pozos negros de maldad y locura absoluta.
     — ¡No dejaré que mancilles más el alma de mi querida niña! Este mundo no es tu lugar y has de volver al infierno que te escupió.
     — Sabes muy bien que la jovencita ya no tiene salvación, fornicó con un hombre al que luego maté y devoré, el rito está cumplido y su alma se retuerce dentro de mí. No puedes devolverle la vida, y en cuanto devore al siguiente inocente, permanecerá conmigo para siempre. — dijo la bestia en la que comenzaba a convertirse Tricia, con una especie de risotada obscena y cargada de maldad, mientras se encaramaba en el alfeizar de la ventana que tenía a su espalda.
     Se asomó por el hueco y comenzaba a desplegar las alas para iniciar el vuelo cuando un golpe entre los omoplatos hizo que se volviera, la espalda ardía con un frío glacial, que se fue extendiendo por su cuerpo, miró hacia abajo y vio el libro negro en el suelo, humeaba y despedía calor, entonces con una explosión de luz brillante y un chillido desgarrador, el demonio fue desterrado y el cuerpo de la joven cayó por la ventana hasta que se estrelló con el suelo de piedra, al pie de la torre.
     Jarevallom, con los dedos engarfiados a la piedra del alfeizar y el horror rezumando de su mirada, clavó la vista allí abajo, donde a cuarenta metros, estaba el cuerpo desnudo, ensangrentado y roto de su amada Tricia.



    FIN





 Pedro A. Ramírez Cauqui